De cuando en cuando el fútbol nos regala partidos así: maravillosos. De tiempo en tiempo los futbolistas olvidan el miedo, los nudos y la trigonometría. A veces, muy pocas, el juego se desata sin medida y sin prudencia, puro y obsesivo, valiente y derrochador. Y atacan todos y defiende el que puede. Y cada balón es el fin del mundo y cada portero una magdalena dolorosa. Ese oleaje fabuloso batió durante 90 minutos en las porterías del estadio Petrovsky, para disfrute de los que ganaron y para consuelo de los que perdieron, porque esta medalla se guardará en un estuche y esta cicatriz se lucirá ante los nietos. Yo estuve allí. Yo lo vi. Yo lo sufrí. Fui yo. Según.
El Real Madrid escribió ayer una página que será histórica en cuanto adquiera el amarillo de los años y el reposo de la memoria. Alentados por la grandiosidad que despierta cualquier batalla en Rusia, un día recordaremos cómo fue el asalto a la guarida del Zenit, un equipo excelente que si tuviera dos centrales (o un Pepe) sería un flechazo en el corazón.
Un día, más tarde que pronto, diremos que ya no hay equipos como aquel Madrid de Schuster, que saltó a un campo ruso batiendo palmas en los mofletes de un ogro. Un día, cuando queramos definir a este equipo ambicioso y altivo, nos podremos remontar a San Petersburgo, porque este partido del que todavía permanece el aroma fue un catálogo de la raza, de las dos, la madridista y la rusa. Esto son: orgullosos unos, soberbios otros. Sudor, entrega, velocidad, ansia, inconsciencia. Nunca jugaron mejor los rusos y siempre debería hacerlo así el Madrid.
Grande.
No exagero, no. Hacía mucho que no veíamos un Madrid tan grande, dominador desde el pitido inicial, y debo confesar que algunos lo echábamos profundamente de menos. En los últimos tiempos nos habíamos acostumbrado a asumir las victorias sin grandeza como un signo de modernidad. Incluso aceptábamos el repliegue como una alternativa y el contragolpe, históricamente el recurso de los rivales menores, como un argumento.
Ayer el Madrid golpeó en la mesa con la fuerza de un siglo. Actuó en su condición de nueve veces campeón. Respondió a su caché infinito y sembró Rusia de aficionados como los leones del circo regaban Roma de cristianos. Y eligió un enemigo extraordinario, no conviene olvidarlo.
La irrupción fue salvaje, con las filas adelantadas y los jugadores gritando en las orejas de los rusos. A los dos minutos, un cabezazo de Higuaín forzó la palomita de Malafeev. A los tres marcó el Madrid: Van der Vaart se internó por la derecha, levantó la cabeza hacia el área y arrojó un fósforo. Hubocan, asediado y aterrado, metió el balón en su propia portería.
Esa fue la primera intervención de Van der Vaart, una asistencia a un ruso. Y en las demás no bajó el nivel. Ignoro de qué juega, si es puntacampista o mediodelantero, pero juega muy bien. En su mejor partido con el Madrid, cada pase tuvo un sentido, cada tiro, cada desplazamiento. Posee una zurda exuberante, concupiscente y exhibicionista. Ayer, por momentos, pasó de Rafael a Raphael.
Los minutos que se alargan hasta el décimo fueron una obra de arte y un representación coral. El balón encontraba en cada jugador del Madrid un caramelo y terminaba convertido en una piñata sobre el área del Zenit. Diarra era un genio, con eso está dicho todo.
Los rusos tardaron 13 minutos en sacar la cabeza del fondo del ártico. Ese tiempo necesitaron para reconocer la pelota y tocarla, para liberarse del complejo y del Madrid. Cinco minutos después ya merodeaban el área de Casillas, siempre cumpliendo con los pases que recomiendan las academias, dos para abrir y otro para penetrar, ni un melón.
Fue entonces cuando entró en escena Arshavin, otra zurda primorosa, un jugador con las hechuras de los genios bajitos. Sólo gastó un cartucho en disparar al aire. En la siguiente jugada burló a Ramos y templó el pase con un pellizco. En cuanto tomó vuelo, el balón ya era un vendido. Lo remató Danny en el segundo palo, venciendo la marca de Heinze.
Al Madrid le duró la aflicción 50 segundos. Cumplido ese tiempo Van der Vaart quemó los guantes de Malafeev con un chutazo que salía de una fragua. Y volvió a probar en la siguiente ola. Entonces su disparo fue desviado por Puygrenier. El rebote dejó en el área un balón loco que atrapó Van Nistelrooy con sus piernas de garza. En dos pasos burló al defensa, al portero y marcó gol. Preciso, riguroso, limpio. Con Van Nistelrooy a algunos nos ocurre como con las novias de la adolescencia: le echamos de menos incluso antes de que nos deje. Luego será insoportable.
No esperaba eso el Zenit. No podía imaginar que después del Madrid del principio hubiera otro Madrid en el entreacto, tan duro y poderoso. No obstante, el partido ya estaba repartido, y los acercamientos del visitante eran respondidos con aproximaciones del anfitrión que fue conectando paneles como el alumbrado en Navidad. A Arshavin se sumó Danny, que saldrá de Rusia como una sensación mundial, y a ellos se unió por la derecha Denisov, otro talento inadvertido.
Se sucedieron las oportunidades y el placer de una jugada se encadenaba con otra hasta que resultó imposible asistir al partido formalmente sentado. En cada minuto se parían gemelos. En el 41 un tiroteo en el área madridista acabó con rebote en Denisov y parada de Casillas. A continuación, Robben rajó la defensa rusa para asistir a Higuaín, que no llegó por media tibia. Así a cada rato.
Frenesí.
El descanso sirvió, precisamente, para eso: para recuperar el aliento. Acto seguido prosiguió el frenesí. Los rusos reclamaron mano de Ramos después de un altercado en el área y pareció cierto. Después de ese arreón, el Madrid volvió a dominar y, aunque ya no le quedaban mesas que voltear, siguió atacando gloriosamente irreflexivo, conmovedoramente insensato.
Schuster ensanchó los pulmones retirando a Van der Vaart y dando entrada a Javi García, así de valiente se sentía. Advocaat contestó introduciendo a dos atacantes, Domínguez y Tekke, por Pogrebnyak y Hubocan, el desdichado central. El resultado fue inmediato: el argentino Domínguez salió inyectado y despedazó la poca resistencia que quedaba en la banda de Sergio Ramos.
Sólo entonces el Madrid reculó y respiró por el tubo del contragolpe. Hasta que fue difícil encontrar oxígeno en San Petersburgo. Arshavin era el demonio de todas las pesadillas y el área un cuarto sin ventanas en riesgo de inundación. En ese instante dramático Pepe se hizo todavía más grande, repelió mil balazos y desbarató un puñado de goles, el último a tiro a bocajarro de Danny en el tiempo añadido. Fue el último tatuaje en el cuerpo del central.
Admito que el Zenit tuvo mala suerte en ese acoso agónico. Arshavin disparó al palo y las carambolas que se jugaron sobre el volcán siempre favorecieron al Madrid. Aunque no olvido que también participó Casillas, que ayer recuperó su condición felina.
Pero la igualdad de fuerzas no hace más que resaltar la categoría de ganador y perdedor. No fue un choque cualquiera ante un rival más. Fue el Madrid de siempre frente al Zenit de Arshavin. Fue uno de esos partidos que nos regala el fútbol de año en año. Y se jugó en el viejo estadio Petrovsky. Ya pueden tirarlo tranquilos.
Fuente:Diario As.com