Lo sabíamos, aunque no dejamos de sorprendernos. El Madrid de los tres últimos años es un equipo que se alimenta de las empresas heroicas, de los esfuerzos imposibles. Acepta otros partidos, y los gana en buen número, pero sólo cuando está abocado a la hazaña resulta admirable. Probablemente no sea una aspiración filosófica y se trate de una exigencia fisiológica: los jugadores, con talento de muy distinto rango, necesitan alcanzar el máximo de revoluciones para elevarse sobre el enemigo. Sólo entonces, conjurados en el mismo desafío y abrigados por el Bernabéu, los futbolistas participan de un arrebato que ofrece algunas variantes pero idéntico desenlace: el Madrid gana.
El abrazo final, digno de una Copa de Europa, resume la personalidad del equipo. Más que victoriosos, los jugadores se sienten supervivientes, y eso provoca un tipo especial de unión y compromiso, que es lo que distingue a este Madrid de sus adversarios, no busquen otra cosa. La cuestión es hasta dónde se puede llegar en estado de proeza permanente, la siguiente pregunta es si resistirá el corazón. El Málaga se adelantó tres veces y perdió. Higuaín marcó cuatro goles sin ser un goleador puro. Así se explica un partido loco, plagado de ocasiones y señalado con tres penaltis que lo parecieron. Lo extraño es que en ese desarrollo repleto de accidentes una mayoría de espectadores, y hasta diría que de futbolistas, tuvieron la sensación de que al final ganaría el Madrid.
La impresión, que está basada en la experiencia de cien remontadas, termina por ser un factor más en el juego. Ni el Madrid se rinde, pese a los golpes, ni el contrincante se emociona, por muchas razones que tenga. Y el Málaga las tuvo. Con el 1-2 en el marcador, el equipo visitante dispuso de 20 minutos para hacer leña del árbol caído. Le faltó determinación, el desgarro del Madrid.
Y espero que no se entienda como un reproche. El Málaga firmó un partido excelente, veloz, magnífico en el despliegue. Así consiguió el primer gol, obra y gracia de Eliseu, que burló a Marcelo y Heinze, antes de aprovechar el rechace de un rechace.
No es casualidad que el Madrid empatara dos minutos después. La repetición anula la coincidencia y ya hemos asistido a muchos goles que acallan goles. Es el amor propio, la rabia, la conjura. Y tampoco resulta fortuito que el gol lo marcara Higuaín. Sin la compañía de Van Nistelrooy y Raúl, las espaldas del chico parecían abarcarlo todo. Es fuerte, inteligente e intuitivo y por esta última virtud consiguió el primer tanto. Marcelo encañonó a Arnau e Higuaín aprovechó el rebote en boca de gol.
Lo que siguió fue sorprendente. Pese a jugar con cinco centrocampistas (Van der Vaart, Gago, Guti, Sneijder y Drenthe), el Madrid perdió la batalla del mediocampo. El asunto nos reafirma en la convicción de que Sneijder, Van der Vaart y Drenthe habitan una fina franja de terreno entre la medular y la delantera, y en el resto de países son extranjeros. El caso es que el Málaga planeaba sobre el círculo central sus asaltos comandado por Duda. Fue él quien asistió a Baha en el segundo gol malagueño.
Uno menos. Con el partido convertido en un intercambio de golpes, Weligton hizo penalti al desviar la pelota con el brazo. Lo transformó Higuaín. Pero aún faltaba drama. Ramos fue expulsado por pisar el pecho de Eliseu, creo que involuntariamente, y Gago cometió penalti sobre Duda. Marcó Apoño, 2-3. Pocos equipos hubieran salido de ese atolladero. Pero la dificultad llenó el depósito del Madrid. Higuaín, un minuto después, marcó un gol de figura, de ídolo para diez años. Obedecen los balones que se chutan con el alma, no importan los metros, quizá 25. Luego forzó un penalti que disparó con las entrañas él mismo. Había ganado el Madrid, no un partido, qué vulgaridad. Había ganado una vida y una estrella: Gonzalo Higuaín. Bienvenido al Club.