Rapto de fútbol total

El Zaragoza sacó al Getafe del partido con la pelota y sin ella: a través de notorios méritos estratégicos y un uso ágil de los balones que ganó en territorio comanche. Subrayó tan desahogado control con dos tantos a pelota parada que reclaman una visita del equipo de Míchel a la base aérea de Getafe, más una contra minuciosa en el tramo final, en la que Abel Aguilar acabó una pequeña maravilla de Ewerthon, el conde de Montecristo.

El golazo vino a rescatar un segundo periodo anestesiado y proclamó al colombiano virrey de la provincia independiente de La Romareda. Abel Aguilar tuvo un peso extraordinario en la tramoya de Marcelino. Adelantado a la línea de tres cuartos se convierte en un futbolista más complejo: dirige la presión en zona crítica, tira de sus zagueros y corta hilos de juego con la misma velocidad con la que cose el fútbol. El Getafe jamás lo supo interpretar. Y eso que Míchel había cedido en gracilidad a favor del músculo, con Boateng en el medio.

Aguilar no fue el único infiltrado que le robó los planos al Getafe. Jorge López cruzó de fuera adentro cuanto quiso, sin que nadie le pidiera la documentación. Y llegó arriba desde la segunda línea para encontrar dos o tres cabezazos que por poco no resolvió en gol. Esa movediza prolijidad del Zaragoza confundió al Getafe, que cedió dos goles en saques de esquina como pudo hacerlo en cualquier otro pasaje. Pavón ratificó en ambos su naturaleza de agente doble. En el primero cruzó el flequillo en un cabezazo rotundo. El segundo lo encontró camuflado en el segundo palo; tocó con la frente y colgó una pelotita bomba que terminó Abel Aguilar. Marcelino y su escuela de táctica aplicada habían vencido. Con un mayor orden anatómico de Babic o Arizmendi en el área, a Ustari le rellenan la jaula. El de Arizmendi es un caso de transformismo interesante: juega al fútbol con más inteligencia que habilidad; trabaja con la misma intensidad con la que piensa.

El Getafe no encontró jamás las líneas de contacto. Michel quiso reformar el edificio empezando por el tejado. El partido llamaba a un guarda agujas que ofreciera dirección al moroso viaje de la pelota. Míchel sumó amenaza (Albín y Soldado), pero olvidó un cerebro para Frankenstein. El tiempo que pasó Boateng en el campo supuso un retraso. Para cuando entró Adrián, La Romareda apestaba a cloroformo: era el sudor de Ponzio, el mejor libra por libra, sólo rebasado por el remate de Abel Aguilar. Todas las tentativas del Getafe las cubrió una pátina de ingenuidad con la que Carrizo y su zaga de olvidados se manejaron sin dificultad. Y así, al equipo que bailara al Valencia le zapatearon un chotis en el costillar. Al sur del Barcelona y el Madrid, esta Liga es una máscara indescifrable.

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