El partido de ayer tiene valor como acto de propaganda. Es muy posible que golear a Nueva Zelanda no sirva para impresionar al viejo mundo del fútbol, pero impacta al nuevo. Y la Copa Confederaciones proclama, en cierto modo, la democracia entre los campeones, la convivencia entre lo viejo y lo nuevo. El gajo del planeta que se siente al margen de los grandes torneos hoy habla de España, de sus cinco goles. No es poco botín conquistar Oceanía (contra ella jugábamos) y tampoco lo es haber seducido a Suráfrica antes que nadie. Quizá, quién lo sabe, este amor nos haga falta más adelante, tal vez dentro de quince días o, mejor aún, el año que viene, durante el Mundial.
No hablaré de pachanga, por tanto. Admito que el partido estaba desangelado, como si se hubiera jugado en una madrugada de invierno. Tampoco favorecía el estadio: cuando hay un balón de por medio, la pista de atletismo tiene el efecto de un cinturón de castidad o de un foso de bromuro.
Pero el decorado, todavía por desembalar, no supuso un problema. En ese ambiente de ensayo general la victoria tuvo más mérito, pues demostró una concentración absoluta e independiente. La Selección es una burbuja de felicidad en Azerbayán o en Rotemburgo. Existe una complicidad que no se estimula con los lugares o los rivales, sino con los compañeros.
Quedó claro desde los primeros minutos. A los cinco, Fernando Torres controló un envío de Cesc en la frontal del área, observó al portero y colocó la pelota en la escuadra. Golpeó con el interior de la bota derecha, allí donde se cosen las alas de Niké. Es cierto que el central le concedió espacio, pero el movimiento fue impecable.
A los 13 minutos, Torres marcó el segundo tanto al aprovechar una asistencia de Villa, que había rajado la espalda de los defensas con un pase entre líneas de Riera. Poco después fue Capdevila quien centró y Torres cabeceó como Tarzán colgado de una liana.
A esa hora la banda izquierda de la Selección ya destrozaba la resistencia de los neozelandeses. Las subidas de Capdevila desdoblaban los avances de Riera y el equipo en general se sentía mucho más cómodo inclinado hacia su único flanco con especialistas. En la otra costa, Sergio Ramos veía un desierto ante sí y no se atrevía a cruzarlo. Quizá en esa descompensación se advierta la única y leve debilidad del equipo.
Toque.
El resto fue tan brillante como suele. Cuando los españoles se empeñaron en tocar el balón los rivales corrieron como pollos sin cabeza, como vaquillas en un encierro. No se conoce antídoto contra ese laberinto de pases y fintas; sólo cabe disfrutar de la cercanía a los artistas.
Cesc consiguió el cuarto en otra combinación por la izquierda y, tras el descanso, fue Villa quien condenó un error infantil del desdichado Boyens, que pateó al aire como los malos de la clase.
No hubo más goles, aunque pudieron caer. Se recuerdan, a cambio, un par de inocentes tiros de Nueva Zelanda. Allí hablan ahora de nosotros. También lo hacen, seguramente, las mil islas del Pacífico que hoy se sienten vengadas.
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